Coalición y presupuesto

Publicado en voces.latercera.com

El presupuesto es la expresión práctica de las opciones y prioridades de la política gubernamental. El síntoma más nítido de que una coalición de gobierno no está funcionando adecuadamente es cuando los parlamentarios oficialistas no aprueban el presupuesto o partes sustanciales del presupuesto que presenta el gobierno al que pertenecen al parlamento, y más aún cuando esta conducta responde a la actitud oficial de algún partido y no sólo a las relativamente inevitables indisciplinas individuales.

Las dificultades en la aprobación de los no poco importantes presupuestos de salud y de educación superior que se evidencian en la actualidad tienen dos orígenes.

El primero parece ser el excesivo peso del enfoque tecnocrático que se ha adueñado del ministerio de Hacienda en la elaboración del presupuesto y la pretensión de extender su campo de acción a la definición de la totalidad de las políticas públicas. Le corresponde al ministerio de Hacienda establecer los límites del gasto público global (aunque el monto definido para 2016 sea discutible, pues debiera ser mayor dada la debilidad de la actividad económica de modo de ampliar y no inexplicablemente restringir su carácter contra-cíclico) y de las grandes líneas de su composición (aunque, por ejemplo, la decisión de Hacienda de hacer caer el gasto en inversión pública en 2016 no parece la más adecuada cuando la inversión privada se mantiene débil). Aunque todo presupuesto es en este aspecto y en todos los aspectos debatible –por eso se discute anualmente en el parlamento- es razonable que el poder ejecutivo, como es el caso en Chile desde los años treinta del siglo pasado, tenga la exclusividad en la determinación de los topes de gasto para asegurar una política económica coherente.

Otra cosa bastante menos razonable es que el ministro de Hacienda ostente una voluntad mesiánica de determinar por su cuenta y riesgo de manera restrictiva el gasto global por razones ideológicas, provocándole al gobierno perjuicios políticos y un daño a la recuperación económica. Y tampoco es razonable que además pretenda determinar en el detalle las opciones de política de cada ministerio y programa público. Hoy en Chile muchos ministros son solo voceros de políticas que se deciden en Teatinos 120, cuyos habitantes no están tocados por ninguna varita mágica que los haga portadores de la eficiencia en la asignación de recursos, pues suelen remitirse más al statu quo que a innovar, lo que es un problema para un gobierno que se declara reformista. El problema en salud no parece ser tanto de montos como la intención del ministro de Hacienda de imponer la discutible modalidad de concesión de hospitales antes que su administración directa, que es con buenas razones la opción de las autoridades sectoriales de salud. A varias de ellas parece no haberles quedado otra opción que renunciar frente a la pretensión de imponerles una política que no comparten, entre otras cosas porque saben que incendiaría el sector. El problema parece estar signado por el tema de a quien responden los actores de la política pública (su “constituency” como dirían los anglosajones): en este caso los unos a los usuarios de los sistemas de salud pública, es decir los ciudadanos, el segundo a los dogmas de los organismos de los que proviene y a los que seguramente se reintegrará una vez terminado su paso por el gobierno.

El segundo origen del actual problema de aprobación parlamentaria es la verdadera compulsión de una parte del PDC, y en ocasiones de otros partidos, por hacer notar lo que denominan su “aporte”, que suele tener que ver en algunos casos con intereses corporativos empresariales. La defensa a ultranza de los subsidios a la demanda en las políticas sociales o la negativa a fortalecer la capacidad negociadora del mundo del trabajo, que recordemos es la esencia del enfoque neoliberal en la materia, no es sólo una opción intelectual: se mezcla con muy concretos intereses instalados en la “provisión privada de bienes públicos” o en los directorios de los que forman parte sus cercanos. Si esos intereses privados logran transformarse en política oficial de un partido, entonces no es de extrañar que surja un problema severo para el gobierno. El PDC representa no más de un cuarto de la actual coalición de gobierno, y hay entre sus representantes quienes quisieran hacer valer esa proporción como si fuera mayoritaria y establecer un poder de veto sobre el gobierno. Y algunos llegaron a hablar imprudentemente de “liderazgo ministerial”, aludiendo al ministro del Interior, alternativo al liderazgo presidencial.

Así, el tema se origina tanto en el interior del gobierno -y en la falta de aptitud de algunos de sus principales miembros para el diálogo constructivo conducente a acuerdos sociales y parlamentarios- como en la pretensión de un sector minoritario de la coalición de imponer sus puntos de vista al resto. Como no existen los mecanismos propios de los sistemas parlamentarios que resuelven estas crisis disolviendo el parlamento y convocando nuevas elecciones, entonces sólo cabe para salir del embrollo el ejercicio legítimo de la autoridad presidencial.  Esta debe poner tanto límites a las pretensiones de su tecnocracia de reemplazar al gobierno y cercenar sus capacidades de construir gobernabilidad a los procesos de gestión pública, como al mismo tiempo indicar al sector minoritario de su coalición que no tiene un poder de veto y que en el extremo esa pretensión puede inevitablemente y por la fuerza de las cosas conducir a su salida de los cargos del ejecutivo, pues no se puede querer estar simultáneamente dentro del gobierno y votar en contra de sus legislaciones principales comprometidas ante la opinión pública y además en contra de su presupuesto.

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