Una triple inconsistencia democrática


En la propuesta constitucional de la presidenta Bachelet se advierte un acertado diagnóstico y una triple inconsistencia democrática. El acertado diagnóstico es que la actual constitución ”tuvo su origen en dictadura, no responde a las necesidades de nuestra época ni favorece a la democracia. Ella fue impuesta por unos pocos sobre una mayoría, por eso nació sin legitimidad y no ha podido ser aceptada como propia por la ciudadanía”.

Uno esperaría una respuesta acorde con el diagnóstico. Pero desgraciadamente se observan importantes inconsistencias democráticas.

Se advierte una primera inconsistencia democrática en el proceso propuesto de elaboración de una nueva Constitución. La Presidenta Bachelet plantea realizar entre marzo y octubre de 2016 diálogos ciudadanos en las comunas, pero no se sabe convocados por quién, ni para discutir qué ni decidir sobre qué asuntos constitucionales. Pero apliquemos al máximo el principio de la buena fe y supongamos que todo esto se resuelve y se realiza un rico proceso de debate en la base. Cabría entonces preguntarse: ¿cuál sería el paso siguiente? Respuesta de la Presidenta Bachelet: “partiremos por las comunas, seguiremos por las provincias y regiones, para terminar con una síntesis a nivel nacional. Y el resultado de estos diálogos serán las Bases Ciudadanas para la Nueva Constitución que me serán entregadas en Octubre del 2016”. ¿Quién va a hacer la síntesis y con qué criterios? ¿Aplicando el principio de mayoría, mayoría conformada de qué manera y dándole qué destino a las posiciones de minoría? En suma, ¿cómo se procesarán las diferencias? Al parecer eso lo determinará un Consejo Ciudadano de Observadores que “acompañe el proceso y dé garantías de transparencia y equidad”. Eso sí, nombrado por la Presidenta.

Se trata de un ejemplo de lo que el politólogo Pierre Rosanvallon llama “cesarismo presidencial”, contradictorio con lo que desde la Grecia antigua se ha inventado para hacer vivir la democracia y los principios del autogobierno, mediante los mecanismos de la democracia directa (en términos modernos, en ausencia de posibilidad práctica de reunir una asamblea de todos los ciudadanos,  con el pronunciamiento libre de cada ciudadano a través de referendum) o la democracia representativa (eligiendo representantes que merezcan confianza a los ciudadanos en condiciones de pluralidad), aplicando en ambos casos el principio de mayoría. Ninguno de estos probados mecanismos democráticos será empleado, de acuerdo a la propuesta de la presidenta Bachelet, sino un misterioso proceso aparentemente a cargo del mentado “Consejo Ciudadano de Observadores” compuesto por “un grupo de ciudadanos y ciudadanas de reconocido prestigio, que permita dar fe de la calidad del proceso”. Se nos propone que las bases de una nueva Constitución emanen de un procedimiento indefinido a cargo, no ya de un grupo elegido por los ciudadanos en virtud del libre pronunciamiento democrático, sino de personas de “reconocido prestigio” que aseguren “la calidad del proceso”. Por mucho que uno trate de encontrarle el sentido democrático a semejante fórmula, es difícil encontrárselo. Y es difícil no confirmar una percepción: sigue rondando el viejo elitismo oligárquico que desconfía de la capacidad de decisión del pueblo. Conclusión: se nos propone un mecanismo no democrático designado desde arriba para nada menos que elaborar las “Bases Ciudadanas” que se transformen “en un proyecto de nueva Constitución”.

Pero no nos equivoquemos: todo esto tendría unos límites, pues se plantea que el proyecto de nueva Constitución deberá recoger “lo mejor de la tradición constitucional chilena” y “estar acorde con las obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo”. ¿Incluye “lo mejor de la tradición constitucional chilena” la defensa del derecho ilimitado de propiedad, como han insinuado los grandes empresarios que estuvieron con la Presidenta en el CEP?

En suma, la Presidenta va a presentar un proyecto de nueva Constitución al Congreso “a inicios del segundo semestre de 2017” con un mecanismo cesarista dirigido desde arriba que no incluye democracia directa ni democracia representativa. ¿No hubiera sido más simple, transparente y legítimo comunicar que la Presidenta, que proviene de la soberanía popular y de las urnas, luego de un amplio proceso de consulta sobre el que sin embargo mantiene la responsabilidad, le propondrá al Congreso una nueva Constitución? El Gobierno se haría, como corresponde, directamente responsable de un proyecto constitucional, en vez de convocar a un proceso supuestamente participativo a cargo de terceros nombrados desde arriba, es decir algo así como la externalización de la responsabilidad propia ante los ciudadanos.

La segunda inconsistencia democrática es que la Presidenta plantea, en vista que el Congreso no tiene previsto en su normativa la tramitación de una nueva Constitución, sino sólo reformas con un quórum de dos tercios,  enviar al Congreso a fines de 2016 (¿antes o después de la elección municipal?) un proyecto de reforma de la actual Constitución que modifique los procedimientos de reforma. Pero no para que el próximo Congreso, por primera vez electo sin sistema electoral binominal, decida qué hacer en materia constitucional, incluyendo el proyecto de nueva Constitución de la Presidenta Bachelet, sino para que decida sólo entre cuatro alternativas predefinidas. ¿Es consistente con los principios democráticos que una Presidenta y un Congreso que ya no van a estar en ejercicio condicionen una reforma constitucional que decida un parlamento recientemente emanado de las urnas? Claramente no lo es. No se observa por qué razón el próximo Congreso debiera decidir en base a criterios del ejecutivo y parlamento que ya no ejercen un mandato de los ciudadanos, que en democracia simplemente cesan al cumplirse sus períodos de vigencia.

Se ha instalado entre nosotros una curiosa idea: los gobiernos actuales deciden lo que tienen que hacer los gobiernos futuros (por ejemplo en materia tributaria o educacional), lo que ahora se quiere extender al parlamento. Es necesario controvertir esa idea incongruente y afirmar que es del todo razonable que el parlamento que entre en funciones en marzo de 2018 pondere qué decide en materia constitucional, sujeto a los quorum exigidos por la normativa que se encuentre vigente, la actual o bien ojalá una modificada que permita que se exprese el principio de mayoría, que es lo único que puede establecer el actual parlamento para las legislaturas que le siguen.

La tercera inconsistencia es proponer que las reformas constitucionales se realicen con tres quintos de los votos del futuro parlamento, lo que la Presidenta Bachelet considera una “razonable mayoría”. El problema es que esta proposición es contradictoria con un principio democrático que, sin ir más lejos, estuvo vigente en Chile hasta la Constitución de 1925: no debe entregarse en democracia un poder de veto a una minoría y no se debe mantener normas supramayoritarias al margen de la soberanía popular. Otra cosa es procurar el más amplio consenso posible en materia de reglas del juego comunes a los actores políticos y otra es entregar un expreso poder de veto a una minoría, lo que es la esencia del proyecto constitucional de Jaime Guzmán. ¿La idea no era salir del dominio oligárquico consagrado constitucionalmente para establecer una democracia en forma?

Al parecer seguimos errando el camino por ausencia de convicción democrática sostenida, y por sometimiento inconducente a los dictados de la “realpolitik”. Y si algún partido de la Nueva Mayoría sostiene que debe mantenerse el veto minoritario sobre las instituciones, es bueno que lo diga abiertamente y asuma las consecuencias ante los ciudadanos de esa posición.

Un camino institucional coherente para una nueva Constitución es que el poder ejecutivo solicite al parlamento, poniendo a los ciudadanos como testigos cuantas veces sea necesario, acompañado de las fuerzas políticas que estén dispuestas a hacerlo, que traslade el poder constituyente que actualmente detenta – con el candado de una mayoría de dos tercios para las reformas a la Constitución actual – directamente al pueblo. Y que el pueblo se pronuncie sobre si quiere mantener la actual Constitución y sus mecanismos de reforma o bien prefiere elegir una asamblea constituyente que redacte una nueva carta magna, que sea luego sometida a plebiscito, o cualquiera otra fórmula digna de ser sometida al parecer de los ciudadanos.

El punto central que no se puede seguir escabullendo es la definición básica: ¿pertenece o no a los ciudadanos el poder constituyente?

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