Cambiar el sistema de pensiones: otra reforma necesaria

Mi columna en El Mostrador sobre reforma a las pensiones.


En estos días arrecia el debate sobre la reforma tributaria y empiezan las definiciones sobre la reforma educacional, haciendo efectiva aquella máxima ciclística según la cual el que no pedalea se cae. Pero no debe perderse de vista otra área muy importante para el futuro de Chile: la necesaria reforma del sistema previsional.

¿Pero será tan necesaria? ¿No existe ya una agenda muy recargada? De acuerdo a la OCDE, Chile exhibe una tasa de reemplazo –diferencia entre las últimas remuneraciones y la pensión por vejez– de 51,8%. Es decir, en Chile el sistema de capitalización tiene quebrados a la mayoría de los jubilados actuales y futuros de las AFP. No es el caso de estas entidades, las que han obtenido una rentabilidad sobre patrimonio de 23% promedio entre 2005 y 2011, según cálculos de Eduardo Titelman (en Revista de Políticas Públicas Usach, 2013, Nº 2). Y sin moverse mucho de su escritorio, sobre la base de la remuneración de los trabajadores, que no tienen pito que tocar en este baile. Las AFP tienen el raro privilegio de competir por un gigantesco flujo de ingresos obligatorios garantizados por el Estado. Mientras tanto, la OCDE agrega que aproximadamente el 20% de los adultos mayores en Chile vive en situación de pobreza, superando el promedio de 13% de los países miembros de ese organismo.

Realizada la ampliación de cobertura y revalorización de las pensiones básicas en el primer gobierno de Michelle Bachelet (aunque, siempre según la OCDE, Chile sigue siendo el país de ese grupo en el que los mayores de 65 años reciben el menor aporte estatal como proporción de sus ingresos), quedaba pendiente reformar el sistema de AFP creado por José Piñera en 1981. La Presidenta convocó a fines de abril de 2014, como estaba contemplado en su programa, una comisión de expertos que debe rendirle un informe en enero de 2015. Entre estos expertos se encuentran conocidos defensores de las AFP que harán las habituales loas interesadas al sistema, pero también reputados académicos, como Nicholas Barr, de la London School of Economics and Political Science, quien –con Peter Diamond, del MIT y Premio Nobel de Economía 2010– ha sido uno de los más consistentes críticos de las supuestas ventajas de los sistemas de capitalización. Ellos han rebatido diversos mitos al respecto, como además lo ha hecho en profundidad el muy de moda Thomas Piketty, de la Escuela de Economía de París (“Pour un nouveau système de retraite. Des comptes individuels de cotisations financés par répartition”, 2008, CEPREMAP), cuyos argumentos vale la pena reseñar.

Mito 1: “Los sistemas de reparto están quebrados por la evolución demográfica y ya no son viables”

El envejecimiento demográfico provoca una mayor dificultad de financiar las pensiones bajo el sistema de reparto, bajo el sistema de capitalización o bajo cualquier otro sistema que pueda imaginarse. No obstante, existen sistemas de reparto perfectamente compatibles con este proceso en tanto la carga financiera del pago de pensiones se vaya adaptando a las disponibilidades presupuestarias definidas. El sistema de reparto puede absorber el cambio demográfico: a) ajustando los parámetros (tasa de cotización, años de cotización, edad de retiro, tasa de reemplazo), lo que han hecho casi todos los países que mantienen este tipo de sistema, entre los que se cuenta Estados Unidos y la mayoría de los europeos, o b) estableciendo “cuentas nocionales”, es decir una contabilidad de derechos según cotizaciones acumuladas a lo largo de la vida activa, indexadas por la evolución de la masa salarial (Suecia) o el PIB (Italia), lo que da lugar a una cuenta de capital acumulado que refleja los derechos pensionales, que son convertidos en renta con un coeficiente que depende de la esperanza de vida de la generación y del esquema de revalorización de pensiones escogido, evitando la discriminación hombres-mujeres, o c) estableciendo una pensión uniforme universal a la neozelandesa, financiada por reparto a través de impuestos, establecida en este caso como un 60% del salario medio. Ninguno de estos sistemas está “quebrado” en absoluto.

Mito 2: “Con la capitalización individual las pensiones son mayores que con el reparto”

De acuerdo a la llamada “regla de Samuelson”, la tasa real de rentabilidad en un sistema de reparto maduro es equivalente a la suma de la tasa de crecimiento de la fuerza de trabajo y la tasa de crecimiento en la productividad (ver “An Exact Consumption-Loan Model of Interest with or without the Social Contrivance of Money”, Paul Samuelson, Journal of Political Economy, diciembre 1958), lo que se refleja en la evolución de la masa salarial y en la del PIB. Si ésta crece más (o menos) que el rendimiento de los fondos privados de pensiones, las pensiones serán mayores (o menores) en un sistema de reparto o en uno de capitalización. Para Barr-Diamond (The Economics of Pensions, Oxford Review of Economic Policy, 22, 1, 2006), en definitiva el rendimiento de ambos sistemas es similar, sin considerar además las diferencias en riesgo y costo de administración. En sus palabras, “algunos analistas comparan el retorno de largo plazo sobre activos con la tasa de crecimiento, que es el retorno de largo plazo en los sistemas de reparto (…). Desde que las tasas de retorno de largo plazo exceden las tasas de crecimiento, el retorno más alto de los mercados de acciones es presentado en ocasiones como pura ganancia. Este argumento es débil porque no compara cosas comparables. Un análisis más completo considera a) los costos de transición desde el reparto a la capitalización, b) los riesgos relativos de los dos sistemas y c) sus respectivos costos de administración. Si se cuenta adecuadamente los costos de transición del reparto a la capitalización existe generalmente una equivalencia entre las tasas de retorno en los dos esquemas”. No hay ventaja probada de la capitalización sobre el reparto, y el segundo tiene menos riesgos y menores costos de administración.

Cabrá a la comisión constatar que no tiene sentido mantener en Chile un sistema obligatorio caro e incierto de cotizaciones en cuentas individuales administradas privadamente, con muy elevadas ganancias rentistas y parasitarias. La tasa de crecimiento por habitante ha sido del orden de 4% anual en las últimas décadas, cifra mayor al rendimiento de los fondos de pensiones. Una AFP estatal no disminuirá en nada la incertidumbre de los mercados de capitales, aunque podría regular mediante competencia el costo administrativo (se puede ser escéptico al respecto, en todo caso, visto el escaso rol del Banco del Estado entre los bancos, que –como los demás– cobra unas y otras comisiones que aseguran utilidades parasitarias de dos dígitos, es decir, de 22% promedio entre 2005 y 2011, lo que provocaría un escándalo en cualquier país capitalista normal).

En el caso de Chile, un mejor sistema a adoptar sería uno de reparto sustentado en una pensión uniforme universal establecida como un porcentaje del sueldo medio y concebida como un derecho para todos los ciudadanos mayores de 65 años, financiada por impuestos progresivos que amplíe sustancialmente y reemplace la actual Pensión Básica Solidaria (que cuesta menos de un 1% del PIB, es decir, menos que las pensiones militares), a la neozelandesa, y manteniendo el fondo fiscal de reserva de pensiones para asegurar su sustentabilidad en el tiempo. O bien con pensiones basadas en cuentas individuales que registren las cotizaciones obligatorias, a la sueca, polaca e italiana, e indexadas por el desempeño de la economía, distribuidas en proporción a los derechos registrados.

En cualquiera de estos esquemas mixtos, las AFP debieran transformarse en entidades que operen en el mercado privado de capitales, sin recibir cotizaciones obligatorias sino que compitan de verdad por los ahorros de los chilenos. Debiera además permitirse el retiro anticipado de fondos de esas cuentas –en adelante voluntarias– para fines como la adquisición de una primera vivienda, enfrentar dificultades financieras significativas o una enfermedad grave, aumentando la seguridad económica de las personas que viven de su trabajo.

La idea de que la solución a la baja tasa de reemplazo del sistema actual sea subir la cotización a ser entregada obligatoriamente a las AFP, haría poco por aumentar las pensiones de los chilenos y chilenas, salvo que sea sustancial, con la consecuencia de encarecer todavía más el sistema, y mucho por aumentar aún más las sobreutilidades ilegítimas de las AFP, que simplemente deben terminar, pues existen mediante coerción a costa de los ingresos presentes y futuros de la gran mayoría de los chilenos.

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