Ética de la convicción y ética de la responsabilidad


En estos días hay quienes han relanzado el debate sobre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, para descalificar una vez más a la primera en nombre de la segunda. Tal vez puede ser de interés transcribir un extracto de mi libro "Remodelar el modelo" de 2007, de LOM Ediciones.

Desde 1990 hay quienes han manifestado su preferencia por la llamada ética de la responsabilidad por sobre la ética de la convicción, siguiendo la distinción weberiana. La primera ha dado justificación a una especie de pragmatismo blando que ha devenido en una práctica política crecientemente conservadora. Sin la segunda, no hay posibilidades de realizar cambios modernizadores que sean un auténtico avance para quienes están en una posición subordinada en la sociedad. El más elemental realismo indica que las posibilidades de modificación de las situaciones de subordinación dependen de convicciones que inspiren acciones colectivas persistentes.

La dialéctica entre el realismo y el sueño, la moderación y la audacia, ha estado siempre presente en los procesos sociales de “alta intensidad”, como han sido los del Chile contemporáneo. Pero la referencia extendida en algunas élites a la distinción weberiana es un síntoma del conformismo que se ha instalado en Chile.

Esto requiere de algunas explicaciones. Decía Max Weber en una de sus conferencias de 1919: “Toda actividad orientada según la ética puede ser subordinada a dos máximas totalmente diferentes e irreductiblemente opuestas. Puede orientarse según la ética de la responsabilidad o según la ética de la convicción. Esto no quiere decir que la ética de convicción es idéntica a la ausencia de responsabilidad y la ética de responsabilidad a la ausencia de convicción. No se trata por supuesto de eso. Sin embargo, hay una oposición abismal entre la actitud del que actúa según las máximas de la ética de convicción- en un lenguaje religioso diríamos : "El cristiano hace su deber y respecto del resultado de la acción se remite a Dios"-, y la actitud del que actúa según la ética de responsabilidad que dice: "Debemos responder de las consecuencias previsibles de nuestros actos".

La pertinencia de la complejidad inicial de este enunciado pierde fuerza a poco andar cuando el argumento se inclina hacia la defensa de la ética de responsabilidad por sobre aquella de convicción cuando a esta última la asimila a la irresponsabilidad de no tomar en cuenta las consecuencias de los actos inspirados en ella. Insinúa además que la ética de convicción tendría un carácter mesiánico. Incluso, al acudir a ejemplos más laicos, argumenta injustamente contra sindicalistas y promotores de la justicia social: “perderán el tiempo exponiendo, de la manera más persuasiva posible, a un sindicalista convencido de la verdad de la ética de convicción que su acción no tendrá otro efecto que el de aumentar las oportunidades de la reacción, de retardar el ascenso de su clase y de oprimirlo aún más, no les creerá”. Y agrega: “el partidario de la ética de convicción no se sentirá responsable sino de la necesidad de cautelar la llama de la pura doctrina para que no se apague”, en lo que puede parecer una razonable invocación en contra de los dogmatismos (aunque no pertinente en tanto no ser irresponsable en sus actos es parte esencial de las convicciones de muchos de los que promueven cambios al orden existente precisamente porque los grupos sociales subordinados tienen mucho que perder en sus fracasos), pero que acto seguido revela su aversión por el cambio social al afirmar: “por ejemplo la llama que anima la protesta contra la injusticia social”.

En suma, la defensa weberiana de la ética de responsabilidad es propia del discurso conservador que siempre ha visto en las convicciones transformadoras un peligro y siempre ha apelado al realismo para defender el statu quo. La ética de la convicción, que defendemos, no excluye la cautela que deben mantener los promotores del cambio social frente a los peligros de involución en la consecución de sus objetivos por conductas maximalistas irreflexivas. Pero la cautela y la flexibilidad en la defensa de una convicción son una cosa, no conducirse con arreglo a convicciones en nombre de la responsabilidad es otra muy distinta. La ética de responsabilidad opuesta a la de convicción se parece mucho a la resignación de los que honesta o interesadamente consideran que poco puede hacerse para alterar “el curso natural de las cosas” o “la jerarquización natural de la sociedad”.

Continuaba Max Weber en su célebre texto sobre El sabio y el político: “Pero este análisis no agota aún el tema. No existe ninguna ética en el mundo que pueda no considerar lo siguiente: para alcanzar fines "buenos", estamos la mayor parte del tiempo obligados a contar con, por una parte, medios moralmente deshonestos o por lo menos peligrosos y, por otro lado, con la posibilidad o la eventualidad de consecuencias enojosas”. Este “relativismo ético”, acompañado de un pesimismo profundo sobre las consecuencias no deseadas de las acciones colectivas, puede explicarse por el curso sulfuroso de la historia en el tiempo en que escribía Max Weber estas consideraciones, pero resulta chocante frente al posterior drama provocado por el nazismo en Alemania y frente a una época y en un país que como Chile ha tenido ocasión de experimentar “medios moralmente deshonestos” y sus “consecuencias enojosas” como los puestos en práctica por la dictadura de 1973-1989.

En cambio, nuestra inspiración puede resumirse en palabras de Michel Onfray: “querer una política libertaria es invertir las perspectivas: someter la economía a la política, pero poner la política al servicio de la ética, hacer que prime la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad, luego reducir las estructuras a la única función de máquinas al servicio de los individuos y no a la inversa”.

Se trata de una perspectiva que no tiene problemas en convivir con elementos de la tradición socialdemócrata (gradualismo, representación de los intereses de los asalariados en las instituciones democráticas, mantención del mercado a cambio de protección social), pero que reivindica la tradición libertaria de la izquierda y su búsqueda constante de una combinación virtuosa entre libertad e igualdad. Esta perspectiva busca definir una acción que sea éticamente responsable con un objetivo: disminuir los sufrimientos humanos evitables y obtener equitativamente el mayor bienestar posible para el mayor número posible de personas. Esta tarea está al alcance de las sociedades democráticas en que al menos grupos sociales suficientemente decididos son, o logran ser, representativos de la mayoría y se proponen realizarla de manera persistente, construyendo valores compartidos, conductas sociales y normas e instituciones acordes con ella.

¿Será posible caminar en esta dirección en las circunstancias actuales de Chile y el mundo, aprender consistentemente de los aciertos y dramas nacionales y universales del siglo 20 para dejarlos atrás de manera creativa y reconocer en profundidad los cambios en curso? ¿Será posible hacer emerger desde una democracia política en consolidación una democracia social moderna que promueva, además de la consagración de derechos de amplio espectro, la celebración de la vida humana que merecen los chilenos del siglo 21?Convengamos a este propósito que los avances civilizatorios de la humanidad no habrían existido con la sola consideración de las dificultades para conquistarlos, que siempre fueron inmensas frente a los poderes constituidos, ya sea que se trate de la eliminación de la esclavitud, de la emergencia de la democracia, de la emancipación de las colonias, de la consagración de sistemas de derechos civiles y políticos, de la expansión de derechos sociales, económicos y culturales capaces de evitar las discriminaciones de clase, género, raza y orientación sexual y así sucesivamente.

Optamos entonces por el “pesimismo de la inteligencia”, siempre necesario para no perder la lucidez frente a los hechos y la capacidad de reconocer las dificultades a la que debe aspirar el uso de la razón, pero sin perder el “optimismo de la voluntad”, indispensable para mantener el principio de esperanza propio de la vitalidad de la condición humana. De esta combinación nos hablaba Romain Rolland al iniciarse el siglo 20, la que gustaba de citar Antonio Gramsci, un insigne luchador contra las dificultades de toda índole, incluyendo las del dogmatismo.

O en palabras muy actuales de Fernando Savater: “Dice una milonga que ‘muchas veces la esperanza son ganas de descansar’. Pero también está comprobado que acogerse a la desesperación suele ser una coartada para no mover ni un dedo ante los males del mundo. Puestas así las cosas, soy decididamente de los que prefieren abrigar esperanzas..., aunque siempre tomando la precaución de no considerarlas una especie de piloto automático que nos transportará al paraíso sin esfuerzo alguno por nuestra parte. Es decir, creo que la esperanza puede ser un tónico para los rebeldes y un estupefaciente para los oportunistas y acomodaticios”.

Oportunistas y acomodaticios son un dato de la causa, especialmente en sociedades poco estructuradas y débiles como las latinoamericanas. En Chile, el obstáculo aún decisivo es el peso de los conservadores y del poder económico que mantienen. Estos han cambiado en que tal vez reivindican menos los valores del integrismo religioso, pero se cohesionan en la defensa acérrima de los privilegios económicos de las minorías propietarias de las que forman parte, o de las que son servidores, privilegios de los cuales siguen pensando deben emanar un reconocimiento social y una influencia política decisiva. Procuran capturar el poder político con métodos variados, incluyendo influir con el poder del dinero sobre “oportunistas y acomodaticios” ...y todos los demás.

El neoliberalismo académico ha dado consistencia en Chile desde los años setenta al mundo conservador, parte del cual desarrolla además un programa sistemático de cooptación de una parte de la centroizquierda, entre otras cosas por realismo pues esta gobierna desde 1990. En este proceso ha encontrado relativo éxito en la domesticación de aquella izquierda que confundió renovación con conversión al neoliberalismo y de aquella neoizquierda que sufre del “síndrome esteoriental” (en referencia a la caída del muro de Berlín, que implicó una rápida transición de los dogmas marxista-leninistas a la religión del libre mercado y al atlantismo pro-occidental, en tanto ahí estaban las nuevas fuentes de poder) y que busca estabilizar vínculos con los poderes constituidos, no sin al mismo tiempo mantener un lenguaje y una identidad populistas destinados a mantener su clientela electoral.

En este proceso también se ha promovido con bastante éxito un automatismo intelectualmente equívoco: los que no se inscriben en la lógica neoliberal y que proponen políticas públicas activas y consistentes son tachados de populistas o no modernos, las más de las veces por quienes derrochan ignorancia de las realidades del mundo y de cómo funcionan en él muchas cosas muy bien aunque contradigan su miopía y sus simplistas dogmas decimonónicos. En especial, los economistas ortodoxos de dentro y fuera de la coalición gobernante han logrado en Chile mantener por mucho tiempo la senda de crecimiento efectivo por debajo del crecimiento potencial, lo que debiera llevarlos a más modestia, en vez de seguir exponiendo con arrogancia injustificada una combinación de rechazo irracional a políticas expansivas desde el lado de la demanda como a políticas estimuladoras de la oferta que no sean la clásica desregulación y privatización de todo (que no han demostrado en parte alguna que estimulen establemente el crecimiento y si se ha demostrado que incrementan las desigualdades). El populismo (es decir el halago retórico del sentimiento inmediato de colectivos determinados o el apoyo a una u otra categoría de intereses particulares con efectos contradictorios entre sí) es peligroso porque no permite la articulación de intereses y voluntades en una dirección de manera consistente en el tiempo. Suele además terminar acomodándose frente a los poderes constituidos que dice controvertir o bien en algunos casos deriva a formas dictatoriales de ejercicio del poder. En cambio, lo “socialmente responsable” no es otra cosa que proponer consistentemente una dirección y un horizonte de cambios de las situaciones de poder en la sociedad, en este caso inevitablemente afectando, con los medios de la democracia, intereses ilegítimos de minorías privilegiadas.
         
El “optimismo de la voluntad” de inspiración libertaria e igualitaria ha tenido y tiene entonces una gama de huesos duros de roer y muchos esfuerzos que realizar.

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